(FOTO: LAURENCE FREEMAN, AUSTRALIA)
El Reino trasciende las dualidades. Está en nosotros y entre nosotros. Los frutos del espíritu, que son los frutos de la meditación, aparecen tanto a través de la transformación en nosotros mismos como en nuestra forma de relacionarnos con los demás. Ver a los otros como un milagro creado por Dios es un signo del Reino. Experimentamos el Reino en atisbos porque aunque está continuamente presente, nosotros no lo estamos. A medida que nos acercamos al umbral de la quietud en la meditación, esos momentos de presencia –siempre presencia recíproca– pueden profundizarse y aumentar su frecuencia. Los reconocemos por su gozo puro, un gozo que no depende de las pre-condiciones habituales de la mente para la felicidad. Los momentos de gracia son momentos donde no hay regateos ni arrepentimientos. En un cierto sentido son momentos de pura receptividad porque ‘el amor del que hablamos no es nuestro amor por Dios sino el amor de Dios por nosotros. Dios nos amó primero’. Y sin embargo, receptividad no es pasividad. Ser receptivo en este nivel de conciencia requiere una profunda y sostenida donación de sí mismo, que procede del trabajo contemplativo continuo de renunciación e integración.