P. Laurence Freeman OSB

Reflexiones de Adviento

 
Aquí en Bonnevaux – en el hemisferio norte – el Adviento comienza en otoño. La Navidad llega durante el oscuro invierno cuando el sol, aunque sea imperceptiblemente, empieza a renacer en el solsticio. Y una y otra vez, el ciclo vuelve a repetirse. El final del año cristiano -y, como todos los finales, también es un comienzo- tiene lugar mientras la mayoría de los árboles está perdiendo su gloria silenciosamente, dejando caer todas sus hojas. Caen una a una, como si fueran estrellas fugaces o almas divinas. La mágica paleta de colores del otoño se difumina en siluetas oscuras de árboles desnudos que contrastan con el cielo de fondo: el arte de la naturaleza en su expresión mas minimalista. En el suelo, las hojas están por todos lados, desparramadas por el viento o descomponiéndose despacio por el efecto del escaso calor que llega del sol. A los gatos les encanta acurrucarse entre las hojas. Y justo en estos momentos, aparece Julián, el jardinero, con su máquina para recoger hojas. Haciendo un ruido enorme -pero ahorrando mucho tiempo y esfuerzo- recoge las hojas en patrones simétricos sobre la hierba, para así poderlas meter en sacos mas fácilmente. La primera lectura de la misa del Domingo me recordó a estas hojas Todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento. La lectura de Isaías puede sonar muy negativa para el oído poco entrenado.  Está llena de corazones endurecidos, de ira divina, y de rebelión e impurezas. Sin embargo, no leemos los evangelios solamente para ser consolados. También los leemos para permitir que el filo de la Palabra de Dios rebane nuestros juegos mentales y nuestra arrogancia. Y para que también nos ofrezca un diagnóstico. La Palabra de Dios nos lee, aunque nos creamos que somos nosotros los que estamos leyendo. Menudo alivio sentiríamos si pudiéramos llegar a apreciar que leemos porque estamos siendo leídos y que conocemos porque estamos siendo conocidos. Nos consuela recibir un diagnóstico acertado, uno en el que podamos confiar y que sea coherente con los síntomas que mostramos. Si pudiéramos sentir íntimamente esta interacción con la Palabra, la leeríamos con una mayor profundidad y nos iluminaría aun más.  También es mas fácil de interpretar – por ejemplo, ver “la ira de Dios” simbólicamente. Dios no puede estar “enfadado”. Pero el karma, las consecuencias inevitables de nuestros propios errores, sí puede llegar a parecer como si la ira de alguien estuviera dirigida personalmente hacia nosotros. La crisis ecológica, por ejemplo, es el resultado de un pecado colectivo y un “castigo” impersonal por la avaricia y la profanación de la naturaleza. Al leer las escrituras de esta forma, nos encontramos que en alguna ocasión tenemos que invertir la relación sujeto–objeto, como cuando Isaías le dice a Dios: “escondiste tu rostro de nosotros y nos entregaste al poder de nuestros pecados”. Lo que Isaías realmente nos quiere decir es que escondimos nuestro rostro ante Dios. Al darnos cuenta, la dulce compasión de la Palabra se convierte en un bálsamo: “nosotros la arcilla, Tú el alfarero, somos todos obra de tus manos”. ¿Podéis ahora tener la sensación de haber sido restaurados a vuestra normalidad? El Evangelio de hoy, al principio del Adviento, refuerza este mensaje con gran economía de palabras. Contiene dos mensajes para guiarnos a una buena preparación del acontecimiento de la Encarnación: Uno es “no sabéis” y el otro, “velad”. Velad sin saber. Así es como nos preparamos para reconocer y recibir lo que viene hacia nosotros a la velocidad de la luz, a una velocidad a la que lo que viene hacia nosotros ya se encuentra aquí.  

Laurence Freeman OSB                                  
Bonnevaux, 29 noviembre 2020  
Traducido por WCCM España